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Resistencia
26 octubre, 2024

Mundos íntimos. Mi abuela había perdido la memoria. Pero sé que detrás de sus olvidos, se escondía siempre la alegría de verme.

Siempre sucede que tenemos más o menos afinidad con ciertas personas, suele pasar que con algunos que son familia no tengamos mucho en común y con otros, que en principio son completos extraños, enseguida nos volvemos íntimos. Las personas somos así, nos elegimos o no, tan simple como eso, aunque algunas pocas veces, apenas contadas con los dedos de la mano, con alguien de la familia logramos una afinidad plena y, menos veces aún, esa afinidad es recíproca.

Eso es lo que nos pasaba a mí y a mi abuela Esther, nos elegíamos, disfrutábamos de sólo vernos, el mero contacto, sus caricias, compartíamos la alegría de pasar tiempo juntos. Así fue desde siempre, desde que me cuidó hasta que tocó cuidarla, tostadas y mate de leche, juegos de cartas en el fresco del living, austeros manjares en la mesita de la cocina, charlas y el ronroneo de la máquina de coser, el perfume del espiral, las conversaciones y los silencios, un mundo sin apuros. Así fue hasta el último día que la vi, cuando ya casi no hablaba y parecía ausente, aunque todavía un invisible hilo de amor incondicional mantenía intacta nuestra conexión. Esta historia a continuación es ejemplo de lo que cuento.

Un sábado fuimos con mi papá a arreglar la instalación eléctrica de la casa de la abuela Esther, instalación que desde hacía años necesitaba mantenimiento. Llegamos bien temprano a la mañana, en la puerta nos recibió la tía Haydée, la hermana de Esther, mi tía abuela, pero que para nosotros fue siempre la tía Haydée, y que desde ambas enviudaron vivían juntas y se hacían compañía.

Papá y yo bajamos las herramientas del baúl y entramos a la casa; con la intención de no hacer mucho ruido cruzamos el comedor, después el pasillo que da al baño y a las habitaciones, y por la cocina salimos a la galería del fondo. Aunque había mucho trabajo que hacer, de todas maneras nos hicimos tiempo para unos mates en la galería, escenario de todas las navidades, cumpleaños y festejos familiares desde que tengo uso de razón. Antes de que la abuela se despertara conversamos un rato con la tía Élida, hija única de Haydée, sobrina de Esther y prima de mi papá que también vivía con ellas, a la que siempre le decíamos tía, aunque sin hermanos ni marido, no era tía de nadie.

Familia. Pablo Luparello el día de su casamiento con su abuela y su tía  Haydée.Familia. Pablo Luparello el día de su casamiento con su abuela y su tía Haydée.Seis artefactos de iluminación, cuarenta metros de cable de dos milímetros y medio de sección de tres colores distintos, marrón, celeste y amarillo y verde; treinta metros de cable negro de un milímetro y medio para los retornos, dos rollos de veinticinco metros de caño corrugado, dos faroles estilo campo, un reflector halógeno, pinza pelacables, cajas octogonales, llaves, tomas, grampas, tornillos, lámparas bajo consumo, mechas, cinta pasacables, cinta aisladora, tester, atornilladora inalámbrica, alargue de quince metros, agujereadora y tarugos de diámetros variados, todo desplegado en la vieja mesa de la galería, todo organizado, todo como le gustaba a papá. El plan era simple y claro: mientras él interpretaba la conexión existente, yo tenía que empezar a colocar cañerías y artefactos; una vez terminada esa etapa hacíamos el cableado, y por último el empalme con la red.

Al ratito nomás, mientras apurábamos los últimos mates, desde la habitación chiquita, acompañada de un sonido de pantuflas arrastradas, noventa y seis años recién cumplidos, surgió la abuela Esther. De solo verme armó una sonrisa, me acarició la cara como si lo necesitara para terminar de reconocerme, para confirmar el encastre de la pieza y el molde y ahí mismo me abrazó y me besó.

Pablito, ¿viniste a visitarme?

Fortalezas. Pablo Luparello mantuvo con su abuela y sus tías una relación cercana, que no se deterioraba si había “ruidos” que la entorpecieran. De izquierda a derecha, su padre, la abuela Esther, el autor, la tía Elida y la tía Haydée.Fortalezas. Pablo Luparello mantuvo con su abuela y sus tías una relación cercana, que no se deterioraba si había “ruidos” que la entorpecieran. De izquierda a derecha, su padre, la abuela Esther, el autor, la tía Elida y la tía Haydée.Enseguida papá le explicó los motivos de la visita, que ayer mismo le había dicho por teléfono, te acordás que te dije, le dijo papá y la abuela lo miraba como sin verlo, como quien obedece sin entender o sin estar de acuerdo con lo que escucha. De pronto la abuela me miró, sonrió y me dijo:

Pablito, ¿querés que te haga unos mates?

No, gracias abuela, recién tomé, empezamos ahora así podemos terminar antes de que se haga de noche.

Pero cómo, ¿vinieron a trabajar?

La tía Haydée le dijo que tomara el desayuno, le alcanzó su taza de mate cocido, un platito con tostadas y la abuela, como inocente, acomodó los almohadones de su silla y ahí nomás se puso a acariciar a Panchita, su perra preferida de las tres que le quedaban, la perra le apoyaba el hocico en el regazo, y de paso aprovechaba a limpiar las miguitas.

Más o menos a las once ya en la galería pegaba un sol tibio de la media mañana, papá ya había dibujado a mano alzada todo el circuito en un plano, mientras yo, que ya tenía colocados cuatro artefactos, preparaba los dos de la parrilla del fondo. Por el camino de ladrillos manchados de musgo se presentó de pronto la abuela Esther:

¿Pablito, querés que te haga unos mates?

Más tarde, abuela, en un ratito, cuando termino de colocar esto.

¿Molesto sentada acá?

No, quedate tranquila, si necesito ese lugar te aviso.

La abuela se acomodó en una silla de hierro, bajo la sombra con manchas de sol del enorme alcanfor, emblemático punto de encuentro de todas las escondidas de nuestra niñez; sus lentes se ponían oscuros con la luz del día y así parecía dormida, ausente. Cada tanto me miraba y cuando coincidíamos, sonreía con la frescura de siempre, como si me viera por primera vez.

¿Viniste a visitarme?

Al rato la tía Haydée se acercó a la abuela y volvió a contarle lo del trabajo de electricidad; mientras yo terminaba de armar el portalámparas del último artefacto, alcancé a escuchar a la abuela:

Pero cómo, ¿vinieron a trabajar?

A la una en punto nos sentamos comer el pan de carne con papas y batatas que la tía nos había preparado; la sobremesa fue corta, todavía nos quedaba pasar los cables por las cañerías nuevas, hacer todas las conexiones, empalmar con la red y hacer la prueba general.

¿Se cortó la luz?

A la abuela le sorprendió que no encendiera el plafón del baño; la tía Haydée le abrió la cortina de la ventanita para que tuviera algo más de luz y volvió a decirle de los arreglos.

Pero cómo, ¿vinieron a trabajar?

No habían pasado veinte minutos de las tres de la tarde cuando con papá repasamos lo que nos faltaba comprar: diez metros de cable del fino para los retornos, un par de tarugos para ladrillo hueco con sus tornillos. Cuando salíamos a comprar con la tía Élida en el pasillo me crucé con la abuela, recién levantada de la siesta:

¿Pablito, viniste a visitarme?

Estamos arreglando cosas de la luz, abuela, voy y vengo a la ferretería que nos faltan unas cosas, le dije.

Pero cómo, ¿vinieron a trabajar?

A las cuatro y media, con casi todo listo, dos cosas nos complicaron: papá, confundido con las conexiones, decía que el plano estaba mal, y para peor, el cielo empezó a nublarse. En menos de diez minutos cortamos la luz más de veinte veces, y cada vez que probábamos las nuevas luces de la galería, volvía a saltar el disyuntor.

¿Se cortó la luz?

Celeste y marrón, vivo y neutro, positivo y negativo: papá trataba de entender su propio plano, mientras yo…

¿Pablito, querés que te haga unos mates?

… por primera vez en el día le regalé a la abuela un sí.

Sí, abuela, dale.

A las cinco y media, el alcanfor ya nos tapaba la poca luz natural que teníamos; las luces encendían y los tapones no saltaban, pero el reflector chino andaba sólo cuando se apagaban las otras luces, y para hacerla completa cortamos, por error, los cables que alimentaban el compresor que lleva agua al tanque. Por precaución cortamos el agua, papá reinterpretó el plano, su plano, por enésima vez, mientras yo salí a buscar la linterna del auto.

Pablito, ¿viniste a visitarme?

Volví a entrar a la cocina con la linterna y le pedí a la tía que me alcanzara unas velas.

¿Se cortó la luz?

Algo estaba mal en el empalme a la red, la atornilladora inalámbrica se empezaba quedar sin batería, las bajo consumo eran demasiado grandes para los artefactos que habíamos comprado.

¿Molesto sentada acá?

Papá, de pie sobre la mesa de la cocina, investigaba una boca de luz que antes no habíamos visto, mientras yo lo iluminaba con la linterna.

Pero cómo, ¿vinieron a trabajar?

Entonces papá le dijo basta mamá, pero ella no parecía escucharlo porque le pidió a la tía Haydée que encendiera el televisor.

¿Se cortó la luz?

Se notaba que la tía ya estaba bastante nerviosa, porque le gritó de mal modo que se dejara de molestar.

¿Molesto sentada acá?

No, abuela, en un ratito ya está todo resuelto, le dije.

Pero cómo, ¿vinieron a trabajar?

Papá se dio cuenta de que en el empalme había conectado los cables al revés, así que volvimos a bajar la térmica.

¿Se cortó la luz?

Ya de noche decidimos dar luz sólo en la cocina para que la tía Haydée, Élida y la abuela pudieran ver televisión ahí.

¿Molesto sentada acá?

Hicimos las últimas conexiones, logramos adaptar los artefactos para que entraran las lámparas bajo consumo, cerramos tomas y enchufes a mano con destornillador. Mientras yo acomodaba las herramientas papá al fin subió térmica y dio luz en toda la casa.

¿Se cortó la luz?

A las nueve y media todo funcionaba a la perfección, el compresor empujaba como nunca, entonces volvimos a dar agua en toda la casa.

¿Pablito, querés que te haga unos mates?

En la galería juntamos todas nuestras herramientas.

Pero cómo, ¿vinieron a trabajar?

Nos despedimos pasada la hora de la cena, la tía Haydée y Élida nos agradecieron con besos y abrazos, la abuela Esther, por no desentonar, también agradecía, aunque yo me di cuenta de que no entendía bien por qué. Me acarició la cara, me miró sonriente y mientras me abrazaba me dijo al oído, qué lindo que viniste a visitarme…

La abuela Esther y yo fuimos preferidos uno del otro, una forma de afecto y familiaridad que no se puede repetir; me quedaron sus historias, sus ganas de vivir más allá de sus penas, su paciencia infinita, su incondicional carácter de abuela, aromas y sabores. Me quedaron, por supuesto, sus caricias en la cara, y la certeza de que detrás de cada uno de sus olvidos, se escondía siempre la alegría de verme como si fuera la primera vez.

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